Con tres caballos no se hace un carruaje

Ácrata y Banquero
3 min readOct 20, 2023

Estoy de luto dijo Juan el caballo blanco. Pedro, un caballo azabache lo escuchaba atentamente. ¿Supiste que murió el gordo, el capataz? preguntó Juan con las orejas caídas. Todavía puedo escuchar los largos monólogos del gordo. Cuando salíamos a recorrer las pasturas decía una y otra vez que él quería irse del mundo a lo grande. Quería un funeral romano, una ceremonia según dijo en alguna oportunidad. Que es como una rutina de pasos pero ellos eligen hacerla. Y se alegran por haberla hecho. Decí que no saben cómo suena un látigo. Pedro que seguía con atención cada palabra, hacía votos de silencio desde el verano pasado y lo miraba mientras el vacío llenaba la soledad de Juan. ¡Fue tremendo! Un día trágico, continuó Juan mientras su mirada se perdía en el horizonte. Por supuesto te acordás del gordo bonachón, se decía a sí mismo Juan, que ya había aprendido a convivir con el mutismo de Pedro. En otro tiempo, cuando Pedro hablaba, con años de conversaciones anticipaba las preguntas que Pedro le haría, tratando de entender el mundo exterior al que él tanto le temía. Un día — siguió Juan con su relato- yo estaba en la caballeriza echado y se armó un zafarrancho que me hizo incorporar. Parecía como si los humanos estuvieran frente a un incendio invisible. Tenían miedo y viste que siempre se esfuerzan en que no se les note. Alguno gritó que el gordo había dejado escrito que quería honores para su funeral. Continuó Juan. Esa rutina no la conocía ningún peón, así que decidieron inventarse una que no empalmaba del todo con la que el gordo me había descrito meticulosamente -dijo Juan olisqueando el aire que bajaba del cerro. En lugar de las ablaciones rituales y el natural devenir que implica una coruña, todo se redujo a que iban a poner al gordo encima de una carroza. Para dejarlo luego sobre un montón de leños y quemarlo. Lo natural es que yo halara de la carroza pestilente pero no tuvieron peor idea que atarlo al tonto del Tino, el caballo escuálido y temeroso que parece más un conejo sobredimensionado que un equino. Así no más -miraba incrédulo Juan mientras rememoraba los hechos. Pedro por su parte dejaba ver espanto en su mirada al no comprender porqué los humanos habiendo domesticado además de los caballos, al fuego, quisiesen despedirse del mundo siendo consumidos por él y arrastrados por ellos. Simplemente no comprendería nunca a los humanos. Así hicieron, amarraron la masa al Tino y claro, no era fácil llevar al gordo encima y mucho menos era llevarlo a cuestas en particular cuando ya empezaba a oler mal. La peonada se puso de acuerdo, se dividieron y una parte se puso frente de la otra y dejaron un espacio para que pasara el cortejo fúnebre. Así lo había estipulado el gordo con bastante insistencia. Empezó el Tino a arrastrar su carga y cuando se acercaba a la pila de leños vio al Patrón con una antorcha y se espantó. Claro, insistió Juan, yo todavía no me acostumbro a acercarme al fuego que llevo veinte años encerrado imaginate al gurisito ese del Tino. Salió al galope con el gordo desberriondándose. El Patrón y el resto de la peonada quedó helada mientras el gordo se salía por ambos lados de la coruña y se perdía en el horizonte. Cuando desapareció de la vista, El Patrón, todavía con la antorcha en la mano supo decir ¡Ese gordo hijueputa jode hasta muerto!. Ese fue el último recuerdo que tuvo Juan del gordo. La piel se le erizó mientras lo contaba.

Pedro confirmó lo que ya sabía: los humanos se complican en lo simple y simplifican lo complejo.

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