El valiente vive hasta que el cobarde se decide

Ácrata y Banquero
7 min readMar 20, 2024

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Photo by David Clode on Unsplash

Un ave cuyos colores hasta entonces se consideraban imposibles se posó sobre la copa de un muérdago. Miró con curiosidad un grupo de cotorras que abajo caminaban de un lado al otro buscando semillas. La sombra que el pájaro colorido proyectaba sobre la superficie llamó la atención de la Cotorra más vieja del grupo.

Ella levantó la mirada y atónita pudo ver cómo los rayos del sol se fragmentaban en mil colores al entrar en contacto con el plumaje de esa ave misteriosa. Al notar la abstracción de la matriarca, el resto de su clan rastrilló el horizonte con los ojos buscando no sabían qué. No vieron nada peculiar. Pero la matriarca seguía impávida.

Los cotorros se acercaron preocupados por la quietud del miembro más preciado de su clan. Cuando la matriarca volvió en sí, lo hizo con un alarido que espantó a todo el clan. La matriarca estaba entonando los cantos de guerra más arcanos que cualquier otra cotorra hubiera escuchado antes.

Los más jóvenes ahora temblaban mientras asumían poses defensivas, para enfrentarse a algo que no lograban ver ni descifrar. Pero que a jurar por la declaratoria de guerra que seguían escuchando, tenía que tratarse de una amenaza indefectible. Así, se tropezaron, cayeron y se reincorporaron. Se consultaron entre sí hasta que la matriarca cesó con su canto hiriente.

Se apresuraron con la mirada buscando pistas del enemigo para dimensionar la batalla que se libraría. Quizás, restos de indicios en el rostro de la cotorra quien, petrificada por el miedo, no les supo decir nada. Angustiados, elevaron interrogantes que fueron ignorados como si sus palabras se estrellaran contra el frío.

Ella, envuelta en un silencio solemne, se dirigió hacia el nido del clan. En contra de su intuición, los cotorros bajaron las alas y caminaron con la sobriedad que acompaña al terror. El camino se les hizo eterno.

Una vez en el nido y en presencia del resto de su linaje, cuyo miedo se contagió, poco a poco, en dudas que esperaban encontrar respuestas. Sobre todo y más importante, si en realidad existía un peligro insoslayable e invisible contra el que tenían que luchar sin saber bien cómo ni por qué. Lo único que tranquilizaba sus nervios era saber, que si la cotorra convocaba a las armas, los responsables de la defensa y el ataque, sería todo el clan, incluidos los mayores.

La multitud muda esperaba una explicación al llamado a las armas. Vi el fin de nuestra sociedad como la conocemos, dijo la cotorra mirando al vacío. Sus palabras rompieron el silencio que, desbordado como una represa, inundó con murmullos a la espantada audiencia.

Uno de los mayores, célebre por haber participado en la guerra contra los benteveos, dio un paso hacia adelante y hozó preguntar la razón. La cotorra volvió la mirada al noble soldado que la cuestionaba y con la dulzura que su áspera lengua le permitía le respondió; ¿recuerdas cuando cambiaste de plumaje la promesa que me hiciste? El Mayor, nervioso, asintió.

Ese día si mal no recuerdo vos juraste defender el clan incondicionalmente, ¿no?. ¡¿ Y quién soy yo para este clan?! ¿No soy la madre de las madres, la madre de los padres, no soy acaso la semilla misma de lo que se entiende por cotorra? ¡¿Es que no ves acaso que soy la bendita reina?! Responde maldita seas Mayor. ¡Que tu uniforme de soldado no de fe de la uniformidad de tu miserable vida! Hinca tu ala ante mí, ahora mismo mayor. Este, avergonzado, aceptó presto y nervioso. La cotorra satisfecha, tomó distancia para serenarse y recuperar la compostura. Te voy a responder no porque deba ni lo merezcas, dijo cuando recuperó el aliento, sino para que no le queden dudas ni a vos ni a los cotorros, ni a nadie. Los cotorros cesaron sus murmullos al escucharse nombrados, se incorporaron con rigidez y asumieron la postura sobria que se espera de sus guardianes.

Con estas palabras la cotorra se dirigió a su descendencia.

Los colores que tenemos son lo único que alegra a la confederación. Dicho de otro modo, mayor insolente, esta es la garantía de pertenencia y supervivencia. Nos necesitan; nuestros colores les hacen olvidar sus problemas. Los abstraen de la angustia del paso del tiempo y de que eventualmente precisarán del cuidado de los más jóvenes. ¡Que aún no terminan de criarse! — los interpeló la cotorra con una mirada fulminante que posó sobre los jóvenes quienes sacudieron sus gestos que sin notarlo se habían aflojado. Esa angustia la sentí hoy, después de que vi los colores maravillosos de ese pájaro pagano. Colores que hoy declaro malditos porque una vez dejé de verlos, volví sobre mi propia existencia y sentí lástima de mí. ¡Hijas mías! ¡¿Quién está dispuesta a defender a su abnegada matriarca, quien ha visto su dignidad mancillada por la insolencia profana?!.

Dicho esto, el cotorraje batió las alas con ahínco y convicción. Querían restablecer su honor herido. La felicidad de la cotorra era todo para cuanto habían venido a este mundo.

Ese pájaro que vi -dijo con voz trémula la cotorra cuando la efervescencia se disipó- es la señal de un futuro en el que nos extinguiremos. Si nuestros colores no cautivan a la confederación, como los más exuberantes y voluptuosos de toda la cofradía animal, no seremos más que palomas pintadas y ¡ya saben lo que le pasó a ese clan! Nuestros colores nos garantizan el respeto y en cierto modo el temor. Ellos son el origen y el resultado de nuestro absolutismo. ¡Y hoy les estoy ordenando que lo defiendan!

La muchedumbre explotó en vítores. Iniciarían la guerra al amanecer pero precisaban equiparse durante la noche para empezar la campaña a tiempo. Para defender las leyes se necesitan armas y no hay armas donde no hay buenas leyes. Así, el cotorraje se deshizo en grupos familiares y cada guerrero deshizo partes de su nido. Retiraron las púas con las que aseguraban sus hogares y las enrollaron en sus patas. Las cotorras y los más jóvenes del clan, los cotorros, se quedaron en sus hogares diezmados, refugiados en su fé de que guiados por la conducción de la infalible Cotorra todos volverían sanos y salvos. Los guerreros se despidieron con gestos de orgullo por el deber en sus rostros. Pero poco duró la envalentonada. Una vez congregadas las fuerzas de autodefensa, los jefes indicaron a sus columnas que tomaran posiciones defensivas para un largo asedio pero antes debían apertrecharse. Los cotorros no comprendían como del ataque llegaban a la defensa; pero la cadena de mando no admite cuestión así que dieron inicio la ceremonia de aseo. Afilaban y despalmaban sus uñas para evitar fracturas si las carnes de sus oponentes se enganchaban en las garras. Un filo preciso y certero cercenaría cualquier tejido blando y garantizaba no quedarse atado a un cuerpo que pronto empezaría a descomponerse. Así pasaron la primera parte de los preparativos. Eventualmente se desplazaron a las asignaciones que cada uno conocía con destreza. Y esperaron al ataque que no se asomaba por ningún vericueto de la tupida selva. En algún momento escucharon el llamado real. La Cotorra en persona transitaba fuera de las líneas defensivas en compañía del Mayor, más allá del radio defensivo de la cotorrada. Los dos juntos avanzaban en búsqueda del ave ofensiva. A medida que se alejaban, el Mayor notaba como sus alas se iban entumeciendo. Cada aleteo le costaba menos que el siguiente. Le preocupaba que si encontraban al ave ofensiva, no tendría aliento para increparla en nombre de su majestad. Ni declararle la guerra maldiciendo su nombre a los cuatro vientos como rezan los antiguos reglamentos. Pst! dijo la Cotorra a la vez que detenía su vuelo en seco y con su ala extendida golpeaba al Mayor sacándole el aire. Me parece que detecto la presencia del ave maldita por acá, Mayor, dijo la Cotorra. Éste apenas se reincorporaba para otear el panorama cuando se encontró con la cara de la Cotorra frente a él que le gritaba, ¿O será que quizá percibo otra frecuencia, Mayor? El subordinado notó que el entumecimiento que padecía ahora se había adueñado de sí. No era capaz de articular palabra. La Cotorra movía su cuerpo, cara y ojos de forma que lo herían sin tocarlo. ¿No se te ocurre nada, Mayor, a vos, el jefe de jefes de mi brigada, el comandante de mis tropas, no se le ocurre dónde puede estar esa ave maldita? El mayor se había petrificado y apenas podía respirar. ¡Ahora ni siquiera habla!. Un pájaro de guerra asustado por unas plumas femeninas gritó la Cotorra alterada. ¡La mismísima desgracia nos merecemos! espetó la Cotorra. En este solemne acto, Mayor, queda usted demovido de todas sus funciones y cargos. Y en lo demás, lo único que tengo para decirle ¡es esto!. En un rápido movimiento la Cotorra había cercenado las cinco arterias principales que dominan la biología cotorril. El Mayor sintió como después de estar constreñido en sus propias plumas, se libraba de las ataduras y la libertad que ello suponía lo ahogaba. Se descontracturó tanto que no tenía física fuerza para respirar. Y empezó a caer mirando fijamente el cielo y la Cotorra ya distante, lo seguía haciendo círculos. La Cotorra le gritó desde el trono de su cielo; ¿sabés algo Mayor. La muerte no necesita dar explicaciones, articuló con desprecio la Cotorra y esto fue lo último que escuchó el Mayor.

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