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La ropa sucia se lava en casa

Ácrata y Banquero
6 min readJun 30, 2023

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El nombre de Pepita apareció en la pantalla del teléfono mientras vibraba en su mano. Lorena no comprendía por qué la esposa del General Millán la llamaría un domingo en la mañana a ella, una simple secretaria. Contestó y como pudo tomó atenta nota de lo que le pedía Pepita muy alterada del otro lado de línea. Según las instrucciones, tenía que presentarse en el comando cuanto antes y muy discretamente subirse en la camioneta que la esperaba y llevaría a encontrarse con Pepita. Bastante incómodo e inoportuno, como todo lo relacionado con la primera dama de la quinta brigada, según esperaba que la servidumbre se refiriera a ella. Se armó de valor, se dijo a si misma Dios y Patria, apuró un café y besó los labios de Juan y miró por la puerta entreabierta a sus hijos que aún dormían en esa mañana fría. Salió del departamento y como todos los días ignoró los soldados que la miraban desde sus torretas con el fusil apoyado en la pared con el escudo Dios y Patria. Apuró el paso antes de que se despabilaran y le recitaran versos morbosos con inusitada facilidad. Así, acechada por la poesía hiriente recorrió rápidamente el par de kilómetros que la separaban de su objetivo. Una camioneta negra perfectamente lustrada encendió su motor ni bien Lorena se ubicó frente al comando. Se subió y evitó mirar al conductor tanto como él la evitaba. Salieron del batallón y se adentraron en la ciudad. Surcaron sus calles mientras Lorena trataba de entender la ocurrencia de la primera dama y mientras se angustiaba más en cada esquina que la camioneta cruzaba sin precaución y bajo el auspicio de la luminaria oficial, Dios y Patria leyó en la tapicería de la camioneta. Finalmente entraron por la puerta trasera a un motel de baja reputación. Pasaron al estacionamiento número siete, cerraron el portón y Lorena descendió para encontrarse con Pepita de Millán. La situación la paralizó. Lorena entró en la habitación a los empujones mientras Pepita energúmena gritaba ¡Dale guisita de mierda ahuecá el ala que no tenemos todo el día mi amor!¡No ves que el gordo de mi marido, el dizque omnipotente General Millán, sospecha lo que está pasando y nos mandó dos oficiales de inteligencia para que corroboren si salimos del motel con Carrillo! Bendito Dios que pudimos escuchar la orden por el radio. Si, si el mismo Carrillo que vos conocés, el jefe de escoltas. ¡Fíjate que por ahí te dejé al marica ese, pero ni se te ocurra mirarle el sexo porque seguro te antojás y ahí si que vas a saber quién es la primera dama de la Quinta Brigada Mecanizada! ¡Yo me tengo que ir porque le dije al gordo Millán que estaba en un retiro espiritual y debería estar regresando ahora, te estaré agradecida toda la vida!. Así Pepita se fue a fingir el reencuentro espiritual con su marido y terminó de cerrar su coartada. Sin embargo el General Millán ya no tenía sospechas sino que fundamentaba sus certezas. Buscaba pruebas irrefutables de lo que ya sabía y lo llevaba a consumir ingentes cantidades de whisky. Al día siguiente, cuando el General sumergido en una espantosa resaca vio las fotos ya reveladas, explotó en cólera. La que salía del motel no era su esposa, se trataba de Lorena Romero, la secretaria de Pepita. El General supo entonces que Pepita le había ganado de mano y despechado se encargó de que las susodichas fotos llegaran a manos de Juan, el esposo de Lorena y a Leidy la esposa de Carrillo, que para variar estaba embarazada.

Lorena refregó el pantalón y apartó la espuma que se acumulaba por tanto fregar. Le dolían los brazos pero no podía hacer mucho más que resignarse, como llevaba haciendo en los últimos seis meses desde esa llamada. La abrumaba imaginarse donde estaría sino hubiese atendido. Si en un momento de claridad se hubiera revelado contra Pepita. Estaba segura de que hoy, después de sufrir y fregar tanto en esta nueva vida que le había tocado por obra y gracia de Pepita, le habría molido cada uno de sus huesos. No había un día desde entonces que no repasara los acontecimientos. Lo recordaba todo, ese día Pepita abandonó el motel en la misma camioneta que la llevó. Ella debía quedarse allí por veinte minutos y salir por la puerta principal. Pepita mencionó a Carrillo pero Lorena no lo vio al llegar. Después de eso recorrió la suite mientras trataba de entender qué estaba pasando. En una de las salas ambientadas encontró a Carrillo ataviado en un traje de látex negro que lo envolvía de pies a cabeza. Era un cuerpo brillante que se sacudía y gemía con sus muñecas esposadas a unos esplendidos tacones rosados. Yacía sobre una espesa alfombra verde. La máscara que cubría su cara tenía cremalleras a la altura de los ojos y su boca mordía una manzana que estaba atada con una hebilla. Lorena la removió y una bocanada de aire entró en los pulmones de Carrillo. Quien se retorcía del desespero con las venas brotadas y abultadas a lo largo de su cuello. Poco más y me muero atinó a decir una vez recuperó el aliento y se alivió su traje adherido a todas sus cavidades corporales. Lorena revivió con horror el secreto que la obligaron a compartir. Recordaba con grimilla la mirada socarrona de Carrillo mientras se relamía los labios y se le acercaba con pasos de pantera al acecho. Ya se fue Pepita pero me queda usted. Total el daño ya está hecho, dijo como un felino ronroneando. Podía sentir de nuevo, a pesar de los días, el espanto de descubrir que Carrillo llevaba su arma de dotación en la mano derecha. Seguido del vértigo trepidante que aún hoy lograba invadirla cuando posó el cañón en su vientre y descendió lentamente mientras su sexo se erizaba. Una y otra vez Lorena revivía la sensación del deseo palpitante a lo largo de su cuerpo incandescente. Un fuego abrasador que entonces brotó de sus entrañas, se apoderó de ella, no logrando encajar en su soterrada vida. De esa manera, el cañón del arma se convirtió en la boca de una botella que derramaba un elixir que invadía sus carnes y revoloteaba en su vientre. Palpaba con sus manos, aún hoy en día, el aleteo del placer que se arremolinaba en sus caderas. Pero más aún, recordaba con desgracia como el miembro de Carrillo se desinflaba y perdía toda intención de seguir castigando su cuerpo. Recordaba como una tragedia la negación de esa abundancia de placer. El sinsabor de cómo el placer más grande que había experimentado se le escapaba por los dedos como partículas de arena etérea. Recordaba la frustración de Carrillo, que se tiró a un lado de la cama y prendió un cigarrillo con la mirada perdida, preso del pánico. La confusión seguía a flor de piel por el cielo que le prometió el sexo de Carrillo y que fue incapaz de proveerle. Lorena conservaba el recuerdo de una promesa vacua que la lastimaba desde el centro de su alma. Desde ese día se sintió quebrada, algo cerca del corazón se le desencajó y el vacío la inundó con su frío. Recordaba la furia con la que buscaba la mirada de Carrillo. Lo increpó con silencio, luego con suspiros, al poco tiempo lo estaba golpeando sin que su mirada volviese del más allá. Lo veía absorto en sus pensamientos mientras ella desnudaba a golpes su desilusión. Finalmente le pegó con un cenicero en la cabeza; le abrió un tajo que precisó sutura. Aún hoy Lorena renegaba pensando en que solo fue, hasta cuando la sangre le cubrió el cigarrillo que colgaba de su boca, que volvió en sí con una furia incontenible. La encañonó y ahí Lorena descubrió qué tan valiente podía ser, presa de su pasión insatisfecha lo escupió y le pidió que le disparara a ver si esa pistola si funcionaba. Aún hoy podía escuchar como Carrillo se desplomó envuelto en lágrimas. Estaba arruinado. Descubrió que solo podía tener placer de esta forma. Ahora Lorena lo sabía.

Años después todavía podía ver los ojos desorbitados de Carrillo que perdía la razón devanándose los sesos sobre su sexualidad. Después de ahí todo siguió el curso natural de una avalancha, en el batallón se corrió el rumor de los tacones esplendidos de Carrillo. También circularon entre los oficiales las fotografías de inteligencia con las que devoraban a Lorena con la mirada. Si bien no eran evidencia del amorío de Carillo con Pepita, eran suficiente para merecerle a Carrillo la imposibilidad de progresar en las Fuerzas Armadas. La noticia destruyó el hogar de Lorena, Juan regresó a su país de origen y se llevó consigo a los niños. Agobiada por la tristeza y las deudas no encontró más remedio que trabajar en la lavandería del pueblo que la vio nacer. A Carrillo no le fue mejor, los comentarios se esparcieron por el batallón y erosionaron su autoridad y el respeto que le profesaban sus tropas. Al poco tiempo se sublevaron para lograr con esto que su expulsión fuera definitiva y deshonrosa.

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