Mi diario o como el Coronavirus se robó el estado de derecho

Ácrata y Banquero
6 min readMar 28, 2020

Día 12.
Sábado.
Hoy la frustración me llevó a empezar este diario. Vino a casa Ioel, a entregarnos las verduras orgánicas; ya que no podemos salir de casa él se acerca a dejarlas. Vino con guantes y mascarilla. Nos saludamos con el codo. Entré los paquetes y mi esposa obsesivamente se dedicó a limpiar y desinfectar cada batata, papa, pepino, tomate y ajo. Mientras escurría la lechuga reiteraba que esta es la única forma de garantizar que no vamos a caer víctimas de la Pandemia. Anoche en la cena me sorprendió que en este país ya son 690 casos. No sé qué pensar al respecto, no lo he sabido desde el comienzo de todo esto.

Después de dos semanas de encierro, la homogeneidad temática me hastió. Lo irónico es que esta expresión sigue el mismo hilo, pero me propongo usarlo como guía para iniciar un viaje intelectual que me permita escapar de las cuatro paredes que me propone el estado y/o el virus.

Quiero decirlo con el alma. Algo de todo esto huele mal. Al menos no termina de cerrar — en mi opinión. La libertad de los ciudadanos se ve limitada por su propio bienestar. Así no se comprenda del todo, porqué. Hay vagas nociones de transmisión de enfermedades y curvas exponenciales. Pero no dejan de ser elementos fortuitos que hace cinco semanas no ocupaban un lugar en las opiniones de la ciudadanía. Y que hoy exigen que seamos doctos en protocolos sanitarios que se contradicen cada tanto.

No descreo de la enfermedad. Descreo del mundo en el que vivíamos, tan cómodos, despreocupados y en últimas, burgueses. Entregados a los placeres del consumo y tránsito. Descreo también, del mundo que hoy nos quieren dibujar. No propongo verdades, al contrario, sólo traigo preguntas.

¿No pasó esto ya en el mundo? El estado recortando las dimensiones humanas de acuerdo a una amenaza mayor que sólo él, don Estado, podía resolver. Hace cien años se llamaba comunismo, capitalismo o judaísmo.

Claramente las proporciones son distintas. Pero ante opiniones desentendidas de disparar o expropiarle los bienes a los portadores del virus que no guarden cuarentena por el bien general, encuentro sutiles puntos comunes entre las dictaduras del siglo XX.

Reitero, no pongo en duda la fatalidad del virus. Pero no puedo dejar de pensar en que estamos enfrentando un dictadura médico científica. La versión moderna de la inquisición. Sacrificar el cuerpo para salvar el alma se decía en tiempos de Torquemada. ¿Se podrá decir en días del COVID, sacrificar los derechos para conservar la vida?.

Día 13.
Domingo.
Apenas dormí. Después de la cena me rehusé a escuchar cifras ante la banalidad de su símbolo: un fallecido es un tragedia, mil es una cifra. Habiendo desafiado la hegemonía paranoica familiar -y estatal- lentamente me introduje en una tormenta. En el encierro las tensiones oscilan y en la cresta de la ola, un desliz torpe garantiza un torbellino de incriminaciones y frustración. Parafraseando a Camus; lo jodido del virus no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas. Y por lo general, es espantoso.

Lavaba los platos y mi esposa se quejaba de mi ruidosa técnica, aumenté la apuesta dejando caer los cubiertos en el fondo del lavaplatos y el volcán dormido hizo erupción. Se abalanzó y me golpeó dos veces en el hombro con sus puñecitos cerrados. No me dolió en el cuerpo. Si en el alma. Desee mucho que se hubiera lastimado sus manecitas delicadas para que comprendiera que no es para los sensibles eso de la violencia y que sólo genera problemas.

El resultado; me fui a dormir a mi estudio. En una cama improvisada. Usando mi silla como almohada. La furia que me inundaba, la ansiosa maquinación del divorcio, la repatriación y las discusiones mentales ocuparon el lugar del cansancio. Al rato me aburrí de mis pensamientos revanchistas y decidí sacar provecho. Me puse a repasar el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994, en Baja California. Mis sentimientos se alinearon bastante bien con los que me genera ese suceso. Cerca de las 4 de la mañana me dormí.

Desperté con frío, fruto de mi estrategia en contra de los mosquitos; la máxima potencia del ventilador. Lo apagué. Vinieron inclementes. Maté uno y mientras el rigor mortis se apoderaba de él en la palma de mi mano noté que tenía rayas. Era un mosquito de los que transmiten el dengue.

Miré la hora en el teléfono y maquinalmente entré a revisar posts. Encontré uno de una examante escocesa en el que hacía de público conocimiento que adquirió el virus. Me fastidié y tiré el teléfono como si esa distancia me garantizara un reducto inalterable. Sonaron sirenas de policía en la calle seguidas de un mensaje que arrancaba diciendo (…) La policía de la ciudad está para protegerte, quedáte en casa y así cuidamos de todos(…)

En ese punto quise golpear a alguien pero apareció mi esposa por la puerta con panecillos recién horneados y pidiendo perdón.

A estas alturas sólo deseo caer en coma y despertar cuando toda esta basura pase.

Día 14.
Lunes.
Casi no despierto esta mañana. Entre el sueño que recuperé y el vino del asado me ataron a la cama. Ayer después del desayuno de reconciliación me dediqué a leer relatos de colonos del Meta. Particularmente en Las Gaviotas, donde la actividad principal era la cocalera.

Me hirió el ácido contraste de enterarme e imaginarme las tragedias alrededor de los cultivos mientras mascaba hojas de coca a 10 mil kilómetros de distancia muy tranquilo, apacible y sin preocupaciones. Leyendo por placer. Asco genera la burguesía, pero estamos tan inmersos en ella que esta misma frase es una ironía y un invitación impotente.

En la tarde tuve clase de música virtual. Con mi amigo famoso que por azares de la vida quedó atrapado en Bogotá durante su gira. Le propuse iniciar un levantamiento artístico en contra la dictadura vírica.

Luego prendí el fuego como indica la tradición de los domingos. Puse dos kilos a la brasa y descorché el vino que hoy no me dejaba despertar.

Empecé mi jornada laboral a las 11 de la mañana. Mi equipo de trabajo me conoce lo suficiente como para saber que hasta que no esté mascando hojas de coca no soy productivo. No soy útil para nada.

Ahora me requieren para producir. Porque al fin de cuentas todos somos hamsters que corremos dentro de alguna rueda en este sistema. Así sea la que no gira o aquella que no empuja nada.

Día 15.
Martes.
Hoy por fin llovió. Llevaba todos estos días esperando que algo pasara; así fueran gotas cayendo del cielo. Cuando vi todo mojado me alegré porque era una novedad; un quiebre en la monotona rutina. Al poco tiempo me di cuenta de que la humedad sobre las superficies no cambia el hecho de que estamos enjaulados. Ahondando en la alegría fugaz que con su partida develaba el omnipresente tedio descubrí que lo único que quería era dejar de mirar de frente la angustia existencial. Estar encerrado me hace preguntar con frecuencia para qué hago lo que hago. Cada vez me cuesta encontrar más motivos y coartadas para justificarme. Creo que en el fondo todo lo que hacemos es para silenciar la voz que nos recuerda que moriremos y que la vida no tiene un sentido inherente. Por eso nos esmeramos en construirle uno. Pero eso es inútil si tiene como punto de partida el clima.

Hoy no consulté las cifras de fallecidos ni la curva de propagación. Asumí que es inútil. Nada gano repitiendo los números una y otra vez.

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